Infielmente fieles a Dumas
VÍCTOR IRIARTE
Alejandro Dumas publica Los tres mosqueteros en 1844 como folletón en el periódico francés El siglo. Da la impresión de que va completando la novela mientras la publica por entregas de marzo a julio de ese año, por el estilo apresurado y en ocasiones descuidado, la abundancia de errores históricos y la cantidad de peripecias y giros de guion que introduce a cada pocos párrafos. Debía mantener el interés de un lector que recibe la historia racionada y a quien debe dejar lo suficientemente intrigado como para no olvidarse de comprar el diario al día siguiente. Esta forma de publicar, que podría haberse convertido en una limitación para sus calidades, se acaba convirtiendo en su fuerza motriz de su éxito: logra crear personajes magnéticos en constante movimiento, pura acción, que deben conseguir sus objetivos en un tiempo récord; una lucha permanente entre el bien y el mal que es también una historia de superación, sacrificios y camaradería. Y que sigue atrapando con la misma intensidad siglo y medio después.
Es cierto que existió un cuerpo de mosqueteros del rey, una guardia pretoriana de la que se rodeó Enrique III de Navarra cuando accedió al trono de Francia como Enrique IV en 1589. El que fue el primer Borbón que llegó a rey –y excelente publicista gracias a su conocido eslogan “París bien vale una misa”– se sabía predestinado a morir asesinado en un país estragado por las guerras de religión –en realidad de poder, como todas– entre católicos y hugonotes calvinistas, de ahí que tratara de retrasar lo máximo posible su final rodeado por hombres de la máxima confianza que procedían de su primigenio reino, que comprendía la Navarra de Ultrapuertos y la Gascuña, una notable porción del territorio sur de lo que hoy es Francia. Su hijo Luis XIII heredó y reforzó esa altiva y soberbia escolta y Dumas, inteligentemente, la enfrentó al ejército regular, que comandaba el cardenal Richelieu. Así sucede en la intriga que todos hemos visto en distintas películas y tebeos, la recuperación de los diamantes de la reina con la que los mosqueteros salvan el honor de la reina Ana de Austria, episodio que ocupa apenas el primer tercio de la novela original. Es cierto también que existió un caballero D’Artagnan, teniente capitán de mosqueteros, que publicó unas memorias que leyó dos siglos después al escritor y sin duda le iluminaron en su nueva empresa literaria.
Dumas padre no necesitó mucho más. Contaba con Auguste Maquet, un “negro literario” (“ghostwriter” le dicen los ingleses con un lenguaje más de ahora) que se repasaba los libros de historia para anotarle las figuras históricas del momento, los sucesos más relevantes de la complicada historia de Francia de ese siglo y desbrozarle el paisaje sobre el que colocar las aventuras. Lo demás dependía de la imaginación febril del escritor para unirlos a otros caracteres ficticios y pergeñar constantes desafíos con los que retar a sus protagonistas y entretener a los lectores. “La historia es un clavo sobre el que cuelgo mis invenciones”, repetía displicente a sus críticos, que exigían precisiones que nadie echaba en falta. Así, modificaba las fechas de los acontecimientos, cambiaba escenarios, colocaba a sus piezas en lugares que nunca habían pisado y daba a D’Artagnan y a sus amigos un papel central en ciertas acciones que ya les hubiera gustado protagonizar en vida. Todo estaba al servicio de la aventura. Como el mal periodista que era, Dumas nunca dejó que la realidad le estropeara un buen relato.
La novela Los tres mosqueteros se sitúa en 1625, bajo el reinado de Luis XIII. D’Artagnan tiene 18 años y sus compañeros casi dos décadas más. Dumas estiró el éxito de su best seller en una segunda entrega, Veinte años después, y exprimió todavía más el asunto en El vizconde de Bragelonne, donde llevó la acción hasta 1860. El escritor traicionó un poco bastante el espíritu de su primer bombazo al enfrentar entre sí a sus mosqueteros, que llegaron a olvidar por momentos su eufórico y jubiloso “Todos para uno y uno para todos” conforme la vida, amoríos, disgustos y política los fue alejando de su antigua hermandad. Los franceses, tan suyos, tan presumidos, hacen como que no han escuchado cuando se les menciona esta pequeña decepción.
Al construir nuestro D’Artagnan y los jóvenes mosqueteros hemos sido infielmente fieles a Alejandro Dumas. Es decir, nos hemos incautado con descaro de sus protagonistas principales y los hemos ubicado hacia 1648, también dos décadas después de cuando se encontraron por primera vez en París. Pero, a partir de ahí, nos lo hemos inventado todo. Athos, Porthos y Aramís pagan ahora sus excesos de juventud en unos cuerpos ya cansados y viven retirados y quejosos. No es mala lección para el espectador de hoy recordar que los abusos de juventud, los excesos en la mesa y con la bebida se suelen acabar pagando. Pero, fieles siempre a su compañero, le envían a sus retoños, unas chicas totalmente empoderadas y un chaval con las ideas claras, bien dispuestos a emular las aventuras que tanto había escuchado de niños.
Luis XIII ya ha fallecido y la reina viuda, Ana de Austria, tutela el reino a la espera de la mayoría de edad de Luis XIV, el que será conocido como el “rey Sol”. En nuestra obra, la reina sigue estando en el lado de los buenos, cosa que sería bastante discutible si hubiéramos escrito un tratado histórico, porque la españolísima señora se las traía. En nuestra invención, el hábito sí hace al monje –o, dicho con más precisión, el capelo cardenalicio– y como tampoco les ha sobrevivido Richelieu, le otorgamos el papel de malo malísimo a Mazzarino, que ocupó su mismo puesto de válido y tampoco se anduvo con chiquitas durante su mandato.
Así que ya tenemos el decorado. El heredero del trono, Luis, el Delfín (nuestro equivalente a príncipe de Asturias), se haya en secreto estudiando en el extranjero, que es lo que todos los universitarios europeos hacen hoy día con notable aprovechamiento. Mazzarino descubre que está en Holanda y se apresta a declarar la guerra al país –la verdad es que en ese infausto siglo XVII las monarquías europeas no perdían ocasión de arrearse a la mínima– para evitar que regrese y asumir él solo todo el poder. Doña Ana de Austria recurre a su fiel D’Artagnan para que descubra el lugar exacto donde se haya el Delfín y lo devuelva sano y salvo a su lado en Versalles. Los esbirros del cardenal tratarán de impedirlo.
Ofrecemos pues una ficción ajena a los libros de Dumas padre, escrita y musicada con la convicción de que el escritor no se atrevería a enmendarla, vista su vocación para la ficción. Y sabemos que hubiera sonreído con nuestro guiño final: un rotundo “Continuará” proyectado en el telón de foro que promete que las aventuras de la nueva promoción de mosqueteros, como en los libros originales, no termina aquí. El público siempre espera nuevas entregas.